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Mi chico acompañó a su madre a una experta en milagros. Ha visto a la Virgen y hay que contarlo sin armar mucho escándalo. Aprovecho que estoy sola para telefonear a Marta. La madre de mi ex alumno Pablito tenía muchas vivencias místicas antes de meterse a modelo. -Regresé con mi ex marido -me informa. -¿Y la otra? -Somos un matrimonio católico y tenemos que perdonarnos. Todos cometemos errores, Sophia. ¿Quieres hablar con Pablito? Me pasa a mi inolvidable alumno. -¿Dónde está profe Sophia? -Estoy de vacaciones. -Dice mamá que ya no vives en Madrid. -Creo que voy a regresar a la villa y corte. -Es usted como los judíos, profe Sophia. Los judíos fueron expulsados de España en 1492 por los Reyes Católicos y... -Adiós, Pablito. -Espere, profe Sophia. No esperé nada. Colgué el teléfono antes de sufrir un colapso provocado por la vida e historia de los judíos en la Península Ibérica. Marta volvió a llamar. -¿Cómo te atreves a colgarle el teléfono a mi hijo? Se lo colgué también a ella para demostrarle que no discriminaba a su hijo. Cuando no me gusta una conversación corto.
Cenamos la tortilla de patatas más quemada que comí en mi vida. Margot como cocinera aún es más desastrosa que yo. El gato comió su ración de tortilla quemada sin protestar. -¿Vas a quedarte con este bicho, Margot? -Habla con propiedad, niña. Un gato no es un bicho. -Yo no soy una niña, soy una mujer. -¿Dónde la conociste, hijo? -Se apagó la luz! -chillé. -Serás tonta... ¿Hay velas, hijo? Carlos encendió un candelabro del salón con el mechero que le regalé por su cumpleaños. Mi cuerpo predecía más paranormalidades. No me equivoqué. Nada más acercar el candelabro a la cocina las alacenas se incendiaron. -¿Esta casa está embrujada! -Tú sí que estás embrujada -farfulló Margot. Fue a la habitación más próxima y regresó con una manta. -¿Vas a hacer señales de humo, Margot? -Hijo, saca a esta mujer de mi vista. -Mamá, ¿qué vas a hacer? Margot empezó a pegarle a las llamas con la manta doblada. Yo quería gritar ¡socorro!, pero no podía. El incendio era insofocable. Abrí la nevera a ver si con el frío bajaba la temperatura y se extinguía solo. Las llamas cesaron cuando cayó la gran lámpara de cristales del salón. -¿Veis como esta casa está embrujada? -les dije. -La embrujaste tú como también has embrujado a mi único hijo varón. El gato vuelve a maullar como un condenado. -Es tu padre, Margot. Se ha reencarnado en este gato. Mira como enseña los dientes. Margot se deja caer de rodillas con la mirada perdida. Creo que vive una experiencia íntima con el más allá.
El gato continua maullando sin asustarme: me he acostumbrado a su melodía maulladora. Araña la puerta de la cocina hasta que se cansa. Pero los maullidos no cesan. Ni siquiera paran cuando el timbre empieza a sonar. ¿Quién es el animal que no quita el dedo del botón? Me lanzo a la puerta y abro. -¡Deje de escandalizar! -chilla una mujer en bata y zapatillas-. Mi suegra está enferma. -Tranquilícese, señora. Le diré al gato que se calle, pero no le puedo prometer que me obedezca. La mujer, con la cara más roja que un borracho, empezó a insultarme. De las sombras del pasillo salió un hombre fondón, que debía ser el marido, acusándome del empeoramiento de la enferma que tenían en casa. Les cerré la puerta en la cara. Yo me niego a dialogar con salvajes. El gato seguía maullando en la cocina. Le dije que se callara, pero no me hizo caso. Los vecinos quejicas pasaron el día aporreándome la puerta y tocando el timbre. Volvieron loco al gato y a mí casi me matan con su tortura. No, yo me iba para Madrid. Por muy pareja de hecho que fuéramos Carlos y servidora, no podía resistir semejante vecindario. Mi chico llegó con su madre a la hora de cenar. -¿Comiste, Sophia? -No, amor. Llevo todo el día en huelga de hambre y terror. El gato no me deja utilizar la cocina y tus vecinos aporrean la puerta con una escoba vieja. -Eres un desastre... -comentó Margot-. Mi hijo merece otra mujer. -Yo merezco otra suegra. -¡Sophia! -protestó Carlos. Su madre abrió la puerta de la cocina y se reunió con el gato maullador. -Es igualito al que tenía papá. -No digas tonterías, mamá. -Dije que era igual, no que fuera el mismo. Margot acariciaba la pelambrera gatuna y el felino rabioso no protestaba. Dos malos juntos hacen un pan redondo. Allí teníamos a la domadora y al domesticado. Sólo faltaba que domara a los vecinos.