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El gato continua maullando sin asustarme: me he acostumbrado a su melodía maulladora. Araña la puerta de la cocina hasta que se cansa. Pero los maullidos no cesan. Ni siquiera paran cuando el timbre empieza a sonar. ¿Quién es el animal que no quita el dedo del botón? Me lanzo a la puerta y abro. -¡Deje de escandalizar! -chilla una mujer en bata y zapatillas-. Mi suegra está enferma. -Tranquilícese, señora. Le diré al gato que se calle, pero no le puedo prometer que me obedezca. La mujer, con la cara más roja que un borracho, empezó a insultarme. De las sombras del pasillo salió un hombre fondón, que debía ser el marido, acusándome del empeoramiento de la enferma que tenían en casa. Les cerré la puerta en la cara. Yo me niego a dialogar con salvajes. El gato seguía maullando en la cocina. Le dije que se callara, pero no me hizo caso. Los vecinos quejicas pasaron el día aporreándome la puerta y tocando el timbre. Volvieron loco al gato y a mí casi me matan con su tortura. No, yo me iba para Madrid. Por muy pareja de hecho que fuéramos Carlos y servidora, no podía resistir semejante vecindario. Mi chico llegó con su madre a la hora de cenar. -¿Comiste, Sophia? -No, amor. Llevo todo el día en huelga de hambre y terror. El gato no me deja utilizar la cocina y tus vecinos aporrean la puerta con una escoba vieja. -Eres un desastre... -comentó Margot-. Mi hijo merece otra mujer. -Yo merezco otra suegra. -¡Sophia! -protestó Carlos. Su madre abrió la puerta de la cocina y se reunió con el gato maullador. -Es igualito al que tenía papá. -No digas tonterías, mamá. -Dije que era igual, no que fuera el mismo. Margot acariciaba la pelambrera gatuna y el felino rabioso no protestaba. Dos malos juntos hacen un pan redondo. Allí teníamos a la domadora y al domesticado. Sólo faltaba que domara a los vecinos.
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